—
Ricardo, no olvides que hoy es tu cita con la psicóloga. Espero que ya estés en
camino. Cielo, sabes que es lo mejor para ti.
—
Lo sé, mi vida…Vo no te preocupes que ya estoy bajando del auto para entrar a
mi cita. Apenas salga te llamo para contarte cómo me fue —expresé con dulzura,
fingiendo un trabajado acento chileno. Pero sobre todo, poniéndole silenciador
a mi beretta de 45 milímetros. No sé si esta noche termine pegándome un tiro,
rellenando de pólvora el rostro de la estúpida psicóloga, o simplemente, volándole
los sesos a mi novia… pero con amor.
¿Por
qué es tan complicado ser un hombre de bien? Debo admitir que no me sale la
cojudez. Estoy colapsando, apunto de vomitar mi cerebro por los constante
dolores de cabeza. Y todo por la culpa de mi vieja amiga, maldita Mariela (Revisar post – Rojo: Detrás de la máscara). Después de haber sido traicionado
por la mujer a la que alguna vez le salvé la vida, de haberla asesinado sin
piedad y de confesarle mi verdadero nombre al mundo entero, no me quedó otra
que desaparecer por un buen tiempo. Ya van tres años sin noticias de Rojo.
La
capital de Chile me dio cobijo para volver a empezar. En pocos meses, ya tenía
mi personaje. Ricardo Villavicencio, Director Creativo de la agencia de
publicidad “Point Bum”. No sé cómo carajos me dieron el puesto, sin embargo,
logré adaptarme rapidísimo. Santiago es una ciudad bellísima. Salvo por la comida,
me hubiera gustado quedarme a vivir allí. Pero la presión de trabajar en agencia,
los horarios, el estrés de mantener una cuenta y chuparle las bolas al cliente,
no es lo mío. Así que a los dos años, con la excusa de abrir un negocio
publicitario en Perú, regresé a mi país, dejando atrás mi rojo pasado.
Lo
primero que hice al llegar a Lima, fue comerme un buen ceviche e ir a un bar de
Barranco a tomarme una botella de Pisco. Allí conocí a Johanna, nos
emborrachamos e hicimos el amor como si el fin del mundo estuviese a punto de
llegar. Perdimos la cordura por el éxtasis de placer y quedamos tan exhaustos,
que permanecimos inconscientes por más de doce horas. Luego, confesamos
nuestros demonios, fumando un porrito de marihuana, filosofando de la creación
de los tiempos y de las películas de Christopher Nolan. Al día siguiente,
fuimos a cenar a la Rosa Náutica… y nos enamoramos.
Johanna
Monteverde es una mujer maravillosa. Me ha ayudado mucho a organizar mi futuro negocio,
pero sobre todo, mi vida. Sin saber mi más oscuro secreto, ha llenado mis días
de tanto amor, que poco a poco, mi alma se ha ido limpiando, purificando mi
pasado con el olvido. Pero lastimosamente, al año de nuestra relación, con
miras de matrimonio y convivencia, mi demencia me volvió a encontrar.
No
había noche en la que no despertara agitado, alterado y jadeando de angustia,
producto de horrendas pesadillas. Mi inconsciente proyectaba mis asesinatos,
uno tras otro. Tuve que mentirle a Johanna y decirle que tenía miedo de esos
sueños macabros que afloraban en las noches, excusándome de despertarla
violentamente por mis gritos. Sin embargo, lo que sentía era impotencia de no
aflorar mi verdadero ser. De continuar un segundo más, siendo amado por alguien
que no soy.
Mi
novia me recomendó a una excelente psicóloga, y después de varios intentos
frustrados de asistir, me decidí por cumplir la cita y buscar una solución a
mis dilemas de sangre.
Son
las siete de la noche. Llevo media hora esperando a que la asistente, me dé
pase para entrar al consultorio de Sandra Mesías, la psicoanalista más famosa
del país. Finalmente, las palabras que más deseaba oír, se pronunciaron.
—
Señor Villavicencio, puede pasar al consultorio.
Agradecí
con una sonrisa y entré a discutir de mis fantasmas con Sandrita.
Debo
reconocer que la psicóloga es mucho más hermosa en persona. Si bien es cierto,
en televisión sale bastante guapa, sentada en su escritorio y con las piernas
cruzadas, toda una diosa, me hace temblar por
su belleza. Me he ruborizado. Y estoy seguro, que la muy puta, lo ha
notado.
—
Tome asiento, señor Villavicencio. Me alegra mucho que por fin se haya decidido a venir.
Le
hice caso en silencio y le arrojé una fija mirada. Le sonreí con delicadeza, y
expresándole lo guapa que se veía, me disculpé por las repetidas plantadas que
le había dado.
—
No se preocupe. Comprendo que debió estar muy ocupado. Esa fue la excusa me dio
su novia, cuando me llamó para cambiar la fecha de su cita.
—
Así es — contesté, con mi singular acento chileno.
—
Bien, Ricardo, espero que no te moleste si te hablo de tú. Cuéntame cómo te va.
¿Qué tal ha ido tu semana?
—
¿Puedo prender un cigarrillo?
Sandra
me contempló por algunos segundos. Y con una sonrisa coqueta, dijo:
—
Solo si me invitas uno.
Mientras
yo buscaba la cajetilla y el encendedor en mi saco, Sandra sacaba un cenicero y
habría la ventana. Cuando volvió a sentarse en su escritorio, le di el
cigarrillo y se lo encendí.
—
Gracias por permitirme fumar. Vo sabí que es difícil no hacerlo cuando uno está
algo tensionado —expresé, después de darle una profunda pitada a mi Lucky
Strike convertible.
—
¿Y por qué estás tensionado, Ricardo? Aquí nadie te va a juzgar. Sé que es
complicado contar lo que uno siente, pero para eso estoy, para apoyarte. Puedes
confiar en mí.
—
Tengo muchas pesadillas…hace bastante que no sé lo que es dormir plenamente.
Sandra
arrojó el humo de su boca de forma muy sensual, y apagó el cigarrillo en el
cenicero.
—
¿De qué son tus pesadillas?
Sonreí
al recibir la pregunta de la guapísima psicóloga. Y perdiéndome por un instante
en su mirada de color miel, le respondí:
—
Digamos que sueño con mi verdadera vocación. La cual, he dejado en el olvido
por tres años. Ya no puedo continuar viviendo sin hacer lo que realmente me
apasiona. Pero no sé cómo regresar. Por un lado, podría perder a mi polola. Poner
en riesgo la calma que me he ganado con mucho esfuerzo. Pero estoy seguro de
que si no hago algo al respecto, terminaré explotando. Y esa bomba de tiempo
que se está forjando en mí, puede ser muy letal.
Sandra
agachó la mirada, luego, la devolvió en mí fijamente. Me sonrió por compromiso,
y dijo:
—
No debes dejar de hacer lo que te apasiona…
—
¿Pero si Johanna no lo entiende? —interrumpí de golpe.
—
Si no lo entiende, es porque no es la mujer para ti.
—
¿Y cuándo debería regresar?
—
Ahorita mismo. No debes dejar las cosas para mañana.
—
¿Está segura?
—
Muy segura.
Sin
pensarlo, mi verdadera esencia se apoderó de mí, y con una rapidez envidiable,
saqué mi arma del saco y le disparé en el pecho.
Silencio
y oscuridad. Soy viento y soplo de calma. Con los ojos cerrados, empiezo a
escuchar la sinfonía número ocho de Beethoven. Mi alma danza al compás de la
música clásica. Me relajo en la nada. Vuelvo a existir.
Abro
los ojos y todo está como antes. Salvo que Sandra, sin poder gritar ni emitir
algún ruido, agoniza espantada. Aún sigue sentada, tocándose la herida y mirándome
con horror.
Dejo
el arma por unos segundos apoyada en el escritorio. Saco de mi bolsillo mis
guantes negros y me los pongo. Luego, con un pañuelo y un poco de alcohol,
limpio mis huellas de la pistola.
Le
sonrió con dulzura a Sandra, mientras escribo una nota en su libreta personal.
—
Muchas gracias por la ayuda, Sandrita. La pasé de maravilla contigo. Es una lástima
que haya acabado así la noche, pero bueno, espero que lo entiendas.
Sandra
intenta ponerse de pie, pero es inútil, cae al suelo de cara. Busca arrastrarse
hacia la puerta, pero le piso la espalda.
—
¿Realmente pretendes escapar? —le pregunto con inocencia en mi voz.
Me
agacho y la volteo para poder mirarla a los ojos.
—
Debo confesar que estoy algo nervioso. Hace mucho que no hacía esto. Pero lo
vamos a disfrutar. Te lo prometo.
De
pronto, la puerta suena. Es la asistente.
—
Señorita Sandra ¿Todo bien?
—
¡Por favor, pase! Algo raro le ha pasado a Sandra —exclamo con preocupación.
Apenas
la joven asistente abre la puerta, la recibo con un mortal balazo en la cabeza.
Para mi mala suerte, yo era el último paciente. No había otra persona por
asesinar allí.
— Disculpa la distracción, Sandrita. Tu asistente
quería un poco de protagonismo.
—
Te vas a ir al infierno, Ricardo. La policía va a dar contigo, infeliz. Todo el
mundo me conoce —aulló agonizante, mi querida psicóloga.
—
No soy Ricardo, Sandra. Rojo ha vuelto. Y es gracias a ti.
Admiro
la valentía y fuerza de Sandra. Un balazo en el pecho, no fue suficiente para
acabar con su vida. Pude darme un banquete de sangre con su cuerpo. Le arranqué
cada dedo de las manos y pies, después de haberle cortado la lengua, para disminuir
el riesgo de que gritara y la policía venga a molestar. Finalmente, acabé con
su vida, disparándole quince balas en la misma herida del pecho. Con sus dedos,
escribí “Rojo” en su escritorio, junto a su libreta abierta, mostrando mi
literaria nota.
Desde
esta noche, mi nombre volverá salir en la portada de todos los diarios.
Seguirán soñando con encontrarme, pero solo el infierno de mi locura, hallarán
entres mis asesinatos. Necesitaba terapia y la gran psicoanalista Sandra
Mesías, se prestó para ayudar. Sin saber que le aconsejaba a su muerte, me dio la
respuesta que buscaba. No importa qué actividad sea la que nos apasione. Vivir
con la expectativa de realizar nuestros sueños a futuro, es una mierda pintada
a colores. El momento de vivir nuestra vocación, es ahora.
Sin importar el precio, debemos arriesgarnos. Solo hay una oportunidad de vivir
y no podemos desperdiciarla, soñando sin actuar.
Mi
alma respira y canta cuando asesino. Y es lo que haré hasta el último día de mi
vida. Mientras tenga la fuerza de empuñar un cuchillo en el pecho de alguien,
lo haré con pasión, disfrutando cada gemido de dolor de mi víctima.
Rojo
— Bien,
preciosa. Estoy manejando a toda marcha a tu casa, para seguir el consejo de
Sandra.
— ¡Qué bueno, mi amor! Abriré una botella de
vino y te esperaré linda para que me cuentes todito, precioso.
— Gracias,
mi vida. Hoy te confesaré mi verdadera identidad —dije con un tono coqueto.
— ¿Ahora
quién serás, bebé? No
me digas que vendrás disfrazado de Rojo, el asesino, y me matarás a besos.
Me
quedé en silencio por un segundo. Sonreí frente al espejo retrovisor de mi
auto. Johanna es una mujer espectacular. Creo que antes de decirle quién soy en
realidad, le haré el amor.
—
Precisamente, mi niña. Hoy te voy a matar…a besos.
Jhonnattan Arriola Rojas