jueves, 8 de diciembre de 2011

Los buitres rojos: Capítulo III

Este el tercer y último post que escribo en su nombre. Mi buen amigo Chicho…siempre quise entender qué pasaba por su mente, qué sentía. Es por ello que me aventuré a intentar ser él y plasmar el resultado en estas líneas. Hace ya como dos meses que falleció. Que dejó un vació rojo en nuestros corazones.  Hablando con su madre, decidimos que no sería lo ideal contar ese penoso momento, sino, englobar el concepto de su historia en tres pasajes de su vida. Chicho nunca fue un criminal. Lo que decían las vecinas chismosas sobre él, eran habladurías.  Siempre las palabras de su padre lo ayudaron a ser mejor persona y no caer en locura. Me gustaría hablar con mi compañero por última vez, decirle que a pesar  de que nos alejamos desde que se unió a las barras, nunca dejé de considerarlo mi mejor amigo. “T amo, mi hermano”.  (Leer más de este personaje en Los buitres rojos y en Los buitres rojos: Capítulo II)
Jhonnattan Arriola

Muchos miembros de la barra de los “Buitres rojos”, matarían por estar en mi lugar. Por gozar de la simpatía y confianza de Chato burro. ¿Quién lo diría? Hoy me invitó a su casa. Quiere componer una nueva canción para alentar a nuestro equipo y según él, soy la persona indicada para esa tarea. Debo admitir que me siento alagado.

Chato burro vive en San Juan de Miraflores. Digamos que su barrio es bastante saltón, como diría él. Pero bueno, si uno tiene calle, puede evitar los peligros y no dejarse intimidar por las miradas turbias de los rateros de paso. Felizmente en mi caso. No le agacho la mirada a nadie.

- ¡Compadre, qué bueno que viniste!, expresó Chato Burro, chino de risa. Su mirada estaba desorbitada y sus ojos, completamente rojos.

Era muy obvio lo que estaba pasando. Chato Burro estaba totalmente duro, como dicen en jerga. Drogado hasta los huesos.

Fuimos hasta su habitación, y una vez en ella, el líder de la barra sacó un porrito de su cajón, y dijo:
 
- Con esto nos metemos una inspirada brava. Vamos, Chicho. No me digas que le arrugas. ¡Está buenaza!

Chato Burro empezó a fumar, y luego de darle un par de pitadas a su porro, me lo ofreció, extendiéndome la mano. En ese instante, la escena se puso en cámara lenta. En el transcurso en que me proponía a aceptar su invitación, no pude evitar recordar aquella conversación que tuve con mi padre mientras caminábamos por el parque de mi cuadra. Tenía diez años. Aún me detenía a escuchar el cántico de las aves. Aún era el verde mi color favorito.

Tarde por el parque (2000)

Eran casi las cinco de la tarde y después de ir a comprar un rico helado, decidimos con mi padre, regresar a casa por el parque. Nos pareció más divertido. Pero de pronto, un señor que se tambaleaba y gritaba al cielo, con lisuras y maldiciones,  me llamó mucho la atención.

-       ¡Papá, mira a ese señor!  ¡Qué es lo que tiene! ¿Por qué se comporta así?

Mi padre me tomó del hombro, me jaló a su lado con ternura y me dijo que siguiéramos caminando, que al llegar a la esquina me explicaría.

Y así fue. Al llegar a la esquina del parque, mi papá empezó a acariciar con dulzura mi cabello y arrodillándose para estar a mi altura, me dijo:

“Escucha muy bien lo que te voy a decir, hijo. Ese hombre que viste, ha consumido drogas. Te das cuenta cómo todos lo miran con temor, pena. ¿No te gustaría nunca sentirte así, verdad? Las drogas siempre nos rodean, pero depende de uno desistir y no cometer nunca la decisión inconsciente de aceptar. Piensa siempre en tu familia. Todos confiamos en ti, hijo. Estamos seguros que te depara un futuro único. Puedo ver en tus ojos el triunfo. Estoy orgulloso de ti “.

-¡Qué diablos te pasa, huevón, te has quedado tieso!, expresó Chato Burro, con un tono burlón y perdido.

Volví en sí. Ya no me encontraba en mis cálidos recuerdos, ahora, tenía frente a mi fría realidad, llena de historias de locura y dolor. Si no hubiese sido por ese recuerdo, me hubiera drogado sin dudarlo, pero felizmente, terminé por rechazar la invitación del jefe de barra.

-       ¡No puedo creer que estés arrugando!, exclamó aguerrido. El Chato burro se estaba empezando a poner violento.

-       Tranquilo, Chato. Lo que pasa es que cuando me meto marimba, me pongo zoombie. No soy como tú que se inspira. Hoy debemos componer la canción. Ya otro día nos metemos unos buenos porros.

Chato Burro se tragó el cuento. Y finalmente, nos dejamos de rodeos y seguimos con lo nuestro. ¡Dale dale dale dale, buitres rojos, que somos rojos, un corazón! A pesar de que dentro de mí suenan los tambores de la emoción, por alentar a mi equipo con una nueva melodía. Nuevamente la nostalgia. Nuevamente la sensación que no soy el hijo que mi padre esperaba. 






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