“Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar”.
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar”.
(Fragmento de La canción del pirata – José de Espronceda, Poesías, 1840)
Nunca antes los versos de Espronceda habían repicado tan cadenciosamente en las cavidades internas de mi oído. Sentía cómo ese aire suave que en algún momento recitó un profesor del viejo colegio, allá en Yauyos, calaba en los más profundos y recónditos confines de mi humanidad. Era como si de improvisto estuviera de pie, sostenido por la corpulencia de esa sirena de madera atada a la proa. Mis párpados cerrados, sin tensión alguna, me protegían de la luz de esa víspera romana que se hacía vieja y en cualquier momento moriría en el horizonte.
Dicen los viejos hombres de mar que el último rayo de la tarde, justo antes de que el astro rey se oculte, se torna de color verde. Lo curioso es que yo veo una infinidad de ellos; desde hace unas horas, pasado el mediodía, habían aparecido frente a mis globos oculares, cegándome durante algunos segundos en más de una ocasión. Probablemente esos pescadores también habían sido engañados o era que la ausencia de personas cuando te apartas a las superficies de altamar causan estos deslumbramientos. Mas también cabía la posibilidad remota de que yo tuviese algo especial, algún motivo por el cual era más susceptible a la percepción de esas cosas. Siempre lo fui.
Pero este instante era mío, qué importaba lo demás. Ese aire marino penetraba por mis fosas nasales, sentía cómo la sal hallaba un espacio entre mi fisionomía interna, descansando en mis tejidos, saliendo por mi boca, colándose entre mis dientes, cortando mi lengua. Tal vez era ello lo que me causaba el dolor de cabeza.
De niño nunca conocí el gran azul, será por eso que me causa tamaña fascinación. Pero estoy seguro que pocos son los que saben realmente de aquel. Sin embargo, ¡no desespere, mi tripulación!, los guiaré a todos y a cada uno de ustedes a través de estas aguas ennegrecidas por la noche saliente. Yo soy su capitán; ustedes, mis treinta y cuatro valientes.
En algún momento dudaron de mi capacidad. Pues ahora, frente a ese colosal reducto donde abunda la fortuna, mi sombra se cierne incólume. Estoy a una zancada de obtener el más preciado fin por el cual algunos incautos en otras épocas dejaron algo más que solo lágrimas.
Y qué si capturo este fuerte, tierra de burgueses, colonia donde el oro y la plata son el pan de cada día. Ni las crónicas de antaño imaginan la magnitud del imperio bajo la suela de mi calzado, donde mis pasos corean la fuerza de la desolación que vengo a traer, victoria mía. Poca habría sido la imaginación de un bucanero del XVII para describir cuanto estoy logrando. Siento próximo el momento donde el delicioso olor metálico se impregne entre mis manos. Así será, a eso vengo, a exponer la vida misma o de ajenos. Mi piel encurtida por el sudor, la sal, el sol y la maquinación de mis invenciones está cuarteada; mis labios rajados son firmes en cuanto expresan, escupiendo mis órdenes a diestra y siniestra. Con más bravura y determinación que nunca.
Nunca antes los versos de Espronceda habían repicado tan cadenciosamente en las cavidades internas de mi oído. Sentía cómo ese aire suave que en algún momento recitó un profesor del viejo colegio, allá en Yauyos, calaba en los más profundos y recónditos confines de mi humanidad. Era como si de improvisto estuviera de pie, sostenido por la corpulencia de esa sirena de madera atada a la proa. Mis párpados cerrados, sin tensión alguna, me protegían de la luz de esa víspera romana que se hacía vieja y en cualquier momento moriría en el horizonte.
Dicen los viejos hombres de mar que el último rayo de la tarde, justo antes de que el astro rey se oculte, se torna de color verde. Lo curioso es que yo veo una infinidad de ellos; desde hace unas horas, pasado el mediodía, habían aparecido frente a mis globos oculares, cegándome durante algunos segundos en más de una ocasión. Probablemente esos pescadores también habían sido engañados o era que la ausencia de personas cuando te apartas a las superficies de altamar causan estos deslumbramientos. Mas también cabía la posibilidad remota de que yo tuviese algo especial, algún motivo por el cual era más susceptible a la percepción de esas cosas. Siempre lo fui.
Pero este instante era mío, qué importaba lo demás. Ese aire marino penetraba por mis fosas nasales, sentía cómo la sal hallaba un espacio entre mi fisionomía interna, descansando en mis tejidos, saliendo por mi boca, colándose entre mis dientes, cortando mi lengua. Tal vez era ello lo que me causaba el dolor de cabeza.
De niño nunca conocí el gran azul, será por eso que me causa tamaña fascinación. Pero estoy seguro que pocos son los que saben realmente de aquel. Sin embargo, ¡no desespere, mi tripulación!, los guiaré a todos y a cada uno de ustedes a través de estas aguas ennegrecidas por la noche saliente. Yo soy su capitán; ustedes, mis treinta y cuatro valientes.
En algún momento dudaron de mi capacidad. Pues ahora, frente a ese colosal reducto donde abunda la fortuna, mi sombra se cierne incólume. Estoy a una zancada de obtener el más preciado fin por el cual algunos incautos en otras épocas dejaron algo más que solo lágrimas.
Y qué si capturo este fuerte, tierra de burgueses, colonia donde el oro y la plata son el pan de cada día. Ni las crónicas de antaño imaginan la magnitud del imperio bajo la suela de mi calzado, donde mis pasos corean la fuerza de la desolación que vengo a traer, victoria mía. Poca habría sido la imaginación de un bucanero del XVII para describir cuanto estoy logrando. Siento próximo el momento donde el delicioso olor metálico se impregne entre mis manos. Así será, a eso vengo, a exponer la vida misma o de ajenos. Mi piel encurtida por el sudor, la sal, el sol y la maquinación de mis invenciones está cuarteada; mis labios rajados son firmes en cuanto expresan, escupiendo mis órdenes a diestra y siniestra. Con más bravura y determinación que nunca.
En ese momento, el secuestrador se desplomó sumido en su propio mar de muerte. Se asfixiaba debido a la hemorragia alimentada por la bala que luego de horadar el parietal de su crisma había perforado demás núcleos cerebrales y vías sanguíneas. La policía entraba al banco y los rehenes lloraban su miedo. Un hombre se desangraba en el piso. Una bomba era desactivada. Lima exhalaba.
Para ese instante, el sol se había puesto y la mar ya estaba en calma. Por fin el navío se perdía entre aguas y media noche, sin rumbo más aparente que los trazos sinuosos sobre las espumas y los rebramares de las olas incesantes que la luna dibujaba traspasando la niebla.
“Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí”.
(Espronceda, Poesías, 1840)
Hermes Takix
Lima, 6 de diciembre del 2010
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